jueves, 25 de diciembre de 2014

Por una mundanización de la Iglesia - Alberto F. Roldán






La iglesia es el Cristo presente, y la presencia de Dios sobre la tierra es Cristo.
Dietrich Bonhoeffer
Introducción
            Tradicionalmente la Iglesia y el mundo han sido vistos como realidades antagónicas. Si se habla de la Iglesia, ésta debe definirse en oposición al mundo, por lo que, hablar de la “mundanización” de la Iglesia resultaría, según ese marco teórico, un círculo cuadrado. Pero ¿será así? Creemos que no e intentaremos demostrarlo.
            En primer lugar, la oposición entre Iglesia y mundo surge de haber privilegiado una noción de “mundo” que, aunque bíblica, no es unívoca. En efecto, la Biblia habla del mundo en sentido negativo como cuando leemos: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.” (1 Juan 2.15-27 RV). Esta visión que Juan ofrece sobre el mundo, pone en claro que se trata de un sentido peyorativo del mismo. El mundo está en abierta oposición a Dios y ya que la oposición es uno de los recursos del lenguaje al que apela siempre el apóstol Juan (luz/tinieblas; santidad/pecado; amor/odio) su idea de “el mundo” es la de un sistema de operaciones contrario a Dios. Para que no tengamos duda alguna, casi al final de la epístola citada, dice Juan: “Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno.” (5.19 RV). Por alguna razón que no viene al caso analizar ahora, los evangélicos y evangélicas han privilegiado esta noción negativa del mundo. El mundo es contrario a Dios. El mundo promueve el pecado. El mundo yace bajo el poder del maligno, el perverso, el diablo y todo lo que tenga que ver con el diablo no es de Dios.
            Pero, en segundo lugar, el mismo autor de los textos citados, dice en acaso el versículo más conocido por los evangélicos y evangélicas: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Jn. 3.16 RV). Es claro que estamos en presencia de otro concepto de “mundo”. En este caso, se refiere a la humanidad en tanto creación de Dios. Un mundo humano que es bueno por ser justamente realización del Dios creador y cuyo amor es tan grande que estuvo dispuesto a dar a su Hijo unigénito por su salvación. Entonces, si bien es cierto que no tenemos que amar al mundo-sistema que opera bajo el poder del diablo, sí estamos llamados a amar a la humanidad como creada por Dios y recreada en Jesucristo.
            Cabe preguntarnos ahora: ¿a qué viene esto de que la Iglesia debe “mundanizarse”? Aquí es oportuno citar otras expresiones de San Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. (…) Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como el unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.” (Jn. 1.1, 14 RV). Estas afirmaciones implican un gran vuelo filosófico, teológico y literario. Juan está utilizando un término acuñado por los griegos: el Logos. Unos seis siglos antes de Cristo, Heráclito hablaba del Logos como aquella razón, idea, pensamiento o palabra con la cual se crearon todas las cosas. Y Juan adopta esa idea para afirmar que el Logos efectivamente existía antes que todo fuera creado y todo fue creado por medio de él. Cabe consignar, a modo de aclaración, que la versión Reina Valera, cuando traduce “Verbo” no se está refiriendo a una función gramatical porque, si así fuera, Ricardo Arjona tendría razón cuando dice: “Jesús es Verbo no sustantivo”. La palabra “Verbo” en la Biblia Reina Valera simplemente es tomada del latín: verbum que significa “palabra”. Luego de esta digresión –necesaria- sigamos con el argumento de Juan. Ese Verbo, esa Razón, esa Palabra que creó todas las cosas estaba con Dios y era Dios. Y ahora viene lo inaudito: “Y aquel Verbo fue hecho carne”. Esto sí que es el círculo cuadrado. Porque para los griegos, Dios que es espíritu puro no podría tomar carne, la cual es la residencia del mal. Juan está escribiendo en contra los docetas que negaban la plena humanidad de Jesús de Nazaret. Decía que Jesús “se parecía” (de la palabra griega dokein) a un ser humano pero no lo era plenamente. Contra esa herejía Juan afirma que el Verbo fue hecho carne (sarx). No es que simplemente se hizo parecido a nosotros o se “humanizó” sino que se encarnó, se hizo carne como nosotros, uno de nosotros. Por eso sufrió, padeció, tuvo hambre y sed, y de su costado, al ser atravesado por la lanza romana, brotó agua y sangre. Precisamente Juan es el único evangelista que narra este hecho.
            ¿Qué significa esto para la Iglesia? Nada más y nada menos que la encarnación como lo fue para Jesucristo, debe ser el modelo ser Iglesia. O sea: Iglesia en el mundo y para el mundo. La Iglesia no existe sin Cristo. La Iglesia es el cuerpo de Cristo en la tierra. Está llamada a encarnarse en la historia, en la cultura, en el modo de vida del mundo, hablar su idioma, sufrir con el mundo, padecer por el mundo y, sobre todo, amar al mundo tal como Dios lo sigue amando en Jesucristo. Este es el sentido positivo de la secularización, palabra que significa “siglo” o “mundo”. La Iglesia no existe para sí misma sino para Dios y para el mundo de Dios. Como expresa magníficamente Johann Baptist Metz: “La Iglesia misma está al servicio de la voluntad universal de Dios con respecto al mundo. La Iglesia testifica y representa el reinado de aquella Voluntad encarnada, en la que Dios habla definitivamente al mundo y lo acepta, y al hablarle, lo liberado de su ser más profundo.” (Teología del mundo, Salamanca: Sígueme, 1971, p. 65).

            Así como Dios se encarnó en Jesucristo, la Iglesia que es su cuerpo, está llamada también a encarnarse en la historia, en la cultura y en las circunstancias del mundo. No vive en un topos uranos (lugar celeste) sino en una tierra concreta y una historia única con los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Al encarnarse, Dios redime la totalidad de su creación. Dios se torna tiempo y espacio y se convierte –aunque suene extraño- en un Dios vulnerable porque amar es tornarse vulnerable. Este es el sentido de una Iglesia mundanizada que no se proclama a sí misma sino que proclama el Reinado de Dios y es una Sierva de Dios y del mundo al que Dios sigue amando con pasión inexplicable. 

Foto: Tafí del Valle, Tucumán, Argentina. Foto tomada por el autor. 

miércoles, 24 de diciembre de 2014

DEL NACIMIENTO por San Juan de la Cruz




Ya que era llegado el tiempo
en que de nacer había,
así como desposado
de su tálamo salía,
abrazado con su esposa,
que en sus brazos la traía,
al cual la graciosa Madre,
en un pesebre ponía,
entre unos animales
Que a la sazón allí había.
Los hombres decían cantares,
los ángeles melodía,
festejando el desposorio
que entre tales dos había;
pero Dios en el pesebre
allí lloraba y gemía,
que eran joyas que la esposa
Al desposorio traía;
y la Madre estaba en pasmo
de que tal trueque veía;
el llanto del hombre en Dios,
y en el hombre la alegría,
lo cual del uno y del otro

tan ajeno ser solía. 

Ilustración: "La adoración de los magos", cuadro de Durero 

sábado, 6 de diciembre de 2014

Venga a nosotros tu Reino






Nos evadimos del mundo o estamos secularizados; lo que significa, en todo caso, que ya no creemos en el reino de Dios. Somos enemigos de la tierra porque quisiéramos ser mejores que ella, o somos enemigos de Dios porque nos roba la tierra, nuestra madre. Huimos del poder de la tierra o nos aferramos a él, rígidos e inamovibles.
Sin embargo, no somos caminantes que aman la tierra que nos sustenta sólo porque a través de ella se acercan al país remoto que anhelan por encima de todo… si no, no caminarían. En el reino de Dios sólo puede creer quien camina amando simultáneamente a la tierra y a Dios. […]
Dios quiere ser honrado por nosotros en la tierra, quiere ser honrado en el hermano, no en otra parte. El hace descender su reino sobre el campo maldito. Si abrimos los ojos nos haremos sencillos y le obedeceremos aquí. “¡Venid benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino!” Esto sólo lo dirá el Señor a quienes haya dicho: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber. Cuanto hicisteis con cada uno de estos mis hermanos más pequeñuelos conmigo lo hicisteis” (Mt. 25, 34-40).
Dietrich Bonhoeffer, “Venga a nosotros tu Reino”, en Creer y vivir, Salamanca: Sígueme, 1974, pp. 101 y 114.


Esta cita del texto de Bonhoeffer es una muestra del eje de toda su teología: una teología para el mundo y en el mundo. El Reino de Dios debe venir a la tierra. Significa honrar a Dios en la tierra. Implica compromiso con el prójimo. Es una teología concreta, humana y terrena. Entramos al Reino en la obediencia concreta al mandamiento de Dios en Cristo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. No es otra la esencia de la fe judeocristiana. Creo que este puede ser un mensaje muy adecuado para esta época de Adviento. Paz y bendición para todos los lectores.
Ilustraciones: Casa de Dietrich Bonhoeffer y retrato del teólogo luterano.
Alberto F. Roldán

Ramos Mejía, 6 de diciembre de 2014

martes, 23 de septiembre de 2014

Ecumenismo estructural: ¿unidad o uniformidad? Alberto F. Roldán





De un tiempo a esta parte en ciertos ámbitos evangélicos, pentecostales y carismáticos se viene hablando de la unidad de la Iglesia. Dada la insistencia en el tema y sus implicaciones, es preciso abordarlo, retomando así, desde otra perspectiva, el tema del excelente artículo del pastor metodista Guido Bello sobre el “ecumenismo espiritual”, publicado en este mismo espacio.[1] En principio, el anhelo de unidad  no tiene nada de malo en sí mismo, ya que, la intención de Dios en Jesucristo siempre ha sido la unidad del pueblo de Dios. La oración de Jesús es muy clara al respecto: “que todos sean uno … para que el mundo crea.” (Juan 17.21 RV 1960).  El problema es cuando ciertos discursos procedentes del mismo espectro al que alude Guido Bello, tienden a confundir deliberada o inconscientemente la unidad con la uniformidad. En efecto, se habla no solo de “unidad espiritual” sino también de “unidad estructural”, expresión  que es menester analizar con cierta profundidad, dada la importancia del tema y sus consecuencias. Las preguntas se imponen: ¿es posible una unidad estructural entre las iglesias cristianas? Y si así fuese: ¿cuáles serían las aporías imposibles de soslayar?
Debemos recordar que en los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia se definió con cuatro notas o características: La Iglesia es una, santa, católica[2] y apostólica. De modo que hablar de unidad de la Iglesia no es algo nuevo en la historia. Esa cuádruple designación fue formulada en el concilio de Constantinopla en el  año 381 d. C.  y confirmada en posteriores concilios como el de Éfeso y Calcedonia. Lo significativo es que esas notas eclesiales fueron  aceptadas también por los reformadores, como notas distintivas de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Sin embargo, agregaron algo más. Como explica Hans Küng:
Los reformadores protestantes no negaron los cuatro predicados de la Iglesia, pues mantenían expresamente los antiguos símbolos de la fe; pero, con miras a las comunidades y a la reforma de la Iglesia, les pareció decisiva otra cosa. También ellos se preguntan: ¿dónde está la verdadera Iglesia? Pero su respuesta, a par teológica y polémica fue: donde se predica puramente el evangelio y se administran rectamente los sacramentos.[3]
Por lo expuesto, no estaba en la intención de los reformadores del siglo XVI romper con esa tradición, reconociendo que, al fin de cuentas, la Iglesia de Cristo es una sola, santa, universal y apostólica en su fundamento. Pero dada la corrupción en que había caído la Iglesia en esos tiempos, postularon la importancia de que se agreguen dos notas más: la predicación pura del Evangelio y la administración de los sacramentos, a lo cual Calvino agregaría el tema de la disciplina correcta.
            ¿De qué unidad estamos hablando cuando decimos que la Iglesia de Cristo es una? ¿Acaso se trata de una referencia mágica al número “1” como si no existiera una pluralidad en las formas de ser iglesia? Claramente nos referimos a una unidad en la diversidad y unidad en la variedad. Porque no hay otro modo que ser diversos en la unidad. En la comprensión cristiana de Dios, Él mismo es uno y diverso al ser Padre, Hijo y Espíritu Santo: Trinidad ontológica y Trinidad económica (salvífica), como distingue la teología.  La Trinidad, como dice Leonardo Boff, es una verdadera comunidad, modelo para la Iglesia y modelo para el mundo. El ya citado Hans Küng nos invita a superar la idea mágica del “uno” en el sentido de uniformidad y aceptar, gozosamente, la diversidad. Insta a pensar en la pluralidad del culto, pluralidad del orden eclesiástico y pluralidad de la teología. Sobre esta última, dice con acierto:
Pluralidad también en la teología. Un solo Dios, un solo Señor, una sola fe y una sola esperanza; pero distintas teologías, distintos sistemas, distintos estilos de pensar, aparatos conceptuales y terminologías, distintas escuelas, tradición y tendencias en la investigación, distintas universidades y distintos teólogos y, en este sentido, una vez más, distintas iglesias.[4]
No puede ser de otro modo ya que aún la misma Biblia, que es una, es diversa en cuanto a autores, perspectivas, líneas de pensamiento, en suma: teologías. El mero hecho de que el cristianismo se haya expandido en tantas geografías del mundo, habla poderosamente no sólo de su capacidad para evangelizar a las naciones sino también a insertarse en las culturas diversas e influir en ellas a la vez que, dialécticamente, es influida por ellas. El uso de idiomas, costumbres, músicas, modos de pensar, maneras de administrar conducen, inevitablemente, a la diversidad y en un mundo cada vez más pluricultural, es de pensar que esa diversidad debe reconocerse y acentuarse.
            ¿Qué pasaría si aceptamos una unidad “estructural”? Desde el lado de los protestantes, evangélicos, pentecostales, carismáticos y renovados, una aceptación de tal postulado significaría renunciar a sus propias teologías, formas de culto, características peculiares, en suma: dejar de ser lo que ahora son. En el telón de fondo de tal postulado, está la idea de una unidad estructural con la Iglesia Católica Apostólica Romana. Pero si así fuese, es bueno ensayar un reductio ad absurdum. ¿Qué implicaría eso en términos concretos? ¿La renuncia a las doctrinas características de la Reforma? ¿La asunción de otras doctrinas, por caso, las mariológicas o la infalibilidad papal, que nunca han dogmas de fe para los protestantes y evangélicos? ¿Quién administraría esa Iglesia monolítica y estructural? Y hasta podría preguntarse: ¿dejarían los pastores y pastoras protestantes de ser autónomos respecto a la Iglesia Católica Apostólica y Romana para pertenecer a su corpus eclesial? ¿Percibirían sus salarios u honorarios de esa Iglesia estructuralmente monolítica? Son preguntas que acaso alguien podría juzgar de extrañas e inoportunas pero a ellas nos conduce de la lógica del postulado que comentamos.
            Creemos que la unidad de la Iglesia de Cristo se debe materializar en unidad en diversidad. Creemos que casi cinco siglos de Protestantismo no pueden ser echados por la borda para renunciar a esa manera de ser cristiano. Esto no significa dejar de reconocer la importancia histórica que ha tenido la Iglesia Católica Romana y su aporte a la evangelización, a la teología y la cultura del mundo. Simplemente significa que una verdadera unidad en la diversidad implica un mutuo reconocimiento de las iglesias que, más allá de su poder económico, son una en Cristo. Implicaría, por otra parte, la revisión de inquietantes documentos del Vaticano, como el famoso Dominus Iesus que, en su apartado eclesiológico, reconoce solo a la Iglesia Católica Apostólica Romana como la verdadera Iglesia de Cristo y acepta solo el carácter de iglesias a algunas orientales o que tienen un episcopado “válido”, relegando a iglesias históricas como las protestantes, al rango de  meras “comunidades eclesiales”. En su evaluación del Concilio Vaticano II –del cual fue el único observador protestante latinoamericano- preguntaba José Míguez Bonino: “Si la Iglesia Católica Romana tiene la plenitud de la verdad, de la unidad y de la misión, ¿qué valor último se puede reconocer a las demás comunidades?”[5]
            La uniformidad implica, de suyo, el ejercicio de cierto poder eclesial dominante, centralista y autoritario, tendencias que se pueden percibir con relativa facilidad en diversos cuerpos eclesiales de cualquier signo.  En estos tiempos de pluralismo, también es bueno que las iglesias y sus líderes reconozcan la unidad del pueblo de Dios pero en la diversidad de expresiones, cultos, teologías y modos de pensar la fe y de vivirla. Postular una unidad en términos de uniformidad, solo puede hacerse como fruto de la ilusión o de la imposición, nunca desde la Biblia, la historia y el sentido común. La unidad en la diversidad implica que las iglesias vivan un mutuo reconocimiento entre ellas, lo cual redundará en un enriquecimiento de todas y en bendición para el mundo. Al fin de cuentas, se trata siempre de unidad en el Evangelio del Dios que se ha propuesto reunir todas las cosas en Cristo.

Alberto F. Roldán. Doctor en teología por el Instituto Universitario Isedet. Máster en ciencias sociales y humanidades por la Universidad Nacional de Quilmes. Máster en educación por la Universidad del Salvador. Es pastor maestro de la Iglesia Presbiteriana San Andrés, de Buenos Aires. Director de posgrado del Instituto Teológico Fiet. Es miembro de la junta directiva de FAIE.
Ramos Mejía, 9 de setiembre de 2014
Publicado en Ecupress, 23 de setiembre de 2014.



[2] Casi es ocioso aclarar que “católica” en ese contexto, alude simplemente a su carácter de “universal”. Para una reflexión profunda del sentido de la catolicidad de la Iglesia véase Juan Luis Segundo, Teología abierta para el laico adulto, vol. 1, Esa comunidad llamada Iglesia, Buenos Aires: Carlos Lohlé, 1968pp. 15-43
[3] Hans Küng, La Iglesia, trad. Daniel Ruiz Bueno, Barcelona: Herder, 1975, p. 319
[4] Ibid., p. 329. Cursivas originales.
[5] José Míguez Bonino, Concilio abierto, Buenos Aires: La Aurora, 1967, pp. 99-100

sábado, 13 de septiembre de 2014

Reflexiones sobre el legado de Wolfhart Pannenberg - por Alberto F. Roldán







            El 5 de setiembre último falleció Wolfhart Pannenberg. Teólogo sistemático por excelencia, nos deja un monumental legado de pensamiento cristiano en sus numerosos libros y artículos. Había nacido en Stetting, Alemania, en 1928. Perteneció a la Iglesia luterana y desde joven mostró una gran pasión por el estudio de la filosofía y la teología, campos que dominaba con gran maestría.
            Mi acercamiento a sus obras comenzó con la lectura de libros pequeños pero enjundiosos tales como: La fe de los apóstoles, Teología y Reino de Dios y El destino del hombre, para incursionar, más adelante, en sus obras más voluminosas, especialmente: Systematic Theology[1], Cuestiones fundamentales de teología sistemática, Teoría de la ciencia y teología, Una historia de la filosofía desde la idea de Dios y Antropología en perspectiva teológica.  
            Algunos de los conceptos y líneas de pensamiento que me impactaron de Pannenberg fueron: el concepto de “revelación como historia” que es con el cual Pannenberg comenzó su escuela teológica junto a otros biblistas y teólogos.[2] La historia es, para Pannenberg, el escenario de la revelación de Dios que, lejos de ser una manifestación para algún grupo humano, está abierta a todos. También me agradó su uso del término prólepsis, en el sentido de “anticipación” del futuro. Para Pannenberg, la resurrección de Jesucristo, que dicho sea de paso él interpretó en forma plenamente histórica, es la anticipación de la victoria final del Reino de Dios.[3] Y, por supuesto, también aprecié su énfasis en el Reino de Dios. Dice: “El anuncio del reino de Dios venidero constituyó el centro del mensaje de Jesús.”[4] A pesar de esa importancia, constata que “la escatología fue desprendida y despojada de su sentido temporal. Se prescindió de que en el mensaje de Jesús la idea del reino de Dios designaba un futuro bien concreto.”[5] Por lo tanto, sentenciaba:”La teología actual ha de recuperar de nuevo este tema fundamental del mensaje de Jesús.”[6] Como si su voz se hubiera escuchado, precisamente el siglo XX fue el del resurgir del tema del Reino de Dios tanto en las teologías nordatlánticas como en las latinoamericanas, especialmente la teología de la liberación y la teología de la Fraternidad Teológica Latinoamericana).[7]
                        En fin, se podría seguir escribiendo mucho sobre el legado de Pannenberg a la Iglesia. Pero fundamentalmente, como dice David A. Roldán: “Más allá de las muchas críticas que pueden plantearse a la teología de Panneberg (varias de tenor ideológico), una cosa es cierta: Pannenberg tomó con absoluta seriedad la tarea de pensar la fe.”[8] Yo agregaría, con sumo respeto, que entre las cosas que también podrían habérsele criticado es su escaso interés por la teología que se forjaba en América Latina, a diferencia, por caso, de Jürgen Moltmann. Pero más allá de esos aspectos, Wolfhart Pannenberg nos deja un monumental legado de pensamiento cristiano con un rigor poco común pero imprescindible para poder dialogar con la filosofía y las ciencias sociales y humanas en un mundo cada vez más desafiante.
Alberto F. Roldán. Doctor en teología por el Instituto Universitario Isedet. Máster en ciencias sociales y humanidades por la Universidad Nacional de Quilmes. Máster en educación por la Universidad del Salvador. Director de posgrado de FIET. Director de Teología y cultura: www.teologos.com.ar
Ramos Mejía, 13 de septiembre de 2014



[1] Wolfhart Pannenberg, Systematic Theology, trad. Geoffrey W. Bromiley, Grand Rapids: Eerdmans, 1991, obra en tres volúmenes que consigno en su traducción al inglés por ser la versión que tengo en mi biblioteca, obsequiada por mi gran amigo Eriberto Soto. Originalmente fue publicada en alemán en 1988. Gracias a Ediciones Sígueme, editorial católica de España tenemos esa obra también en castellano. Un estudio profundo de la teología de Pannenberg es la obra de Stanley J. Grenz, Reason for Hope. The Systematic theology of Wolfhart Pannenberg, 2da. Edición, Grand Rapids: Eerdmans, 2005. ¡También obsequiada por el mismo amigo!
[2] La obra con que comenzó ese proyecto es: Wolfhart Pannenberg (editor), Revelation as History. A proposal for a more open, less authoritarian view of and important theological concept, trad. David Granskou, Londres: Macmillan Co, 1969. En esta obra, participan el propio Pannenberg y los teólogos Rolf Rendtorff, Trutz Rendtorff y Ulrich Wilkens.
[3] He desarrollado con mayor profundidad estos conceptos en mi artículo: “La epistemología escatológica de Wolfhart Pannenberg”, Teología y cultura, año 1, vol. 2, diciembre de 2004, pp. 1-7: www.teologos.com.ar
[4] Wolfhart Pannenberg, Teología y Reino de Dios, trad. Antonio Caparrós, Salamanca: Sígueme, 1974, p. 11.
[5] Ibid., p. 13
[6] Ibid.
[7] Para mayor profundización del tema véanse: Alberto F. Roldán, Escatología: una visión integral desde América latina, Buenos Aires: Kairós, 2002 y Reino, política y misión, Lima: Ediciones Puma, 2011.
[8] David A. Roldán: “Último adiós a Wolfhart Pannenberg: una bienvenida al estudio de su obra”. www.teologos.com.ar  Accedido: 13 de septiembre de 2014

sábado, 26 de julio de 2014

EDUCACIÓN PARA LA PAZ




 

 

La educación para la paz exige un claro pronunciamiento en contra de la guerra y la pedagogía de la muerte. Hablando de su contrario, o sea “la pedagogía de la paz”, el propio Ricoeur apunta a desarrollar una labor de denuncia y de distensión. En plena guerra fría, el pensador francés advertía sobre el peligro del “imperialismo” y, sobre todo, el espíritu de cruzada que alentaba el armamentismo norteamericano. “Tan pronto como un pueblo se cree globalmente depositario de los valores de la civilización, esta estima colectiva de sí mismo desemboca en una representación fantástica del adversario como el mundo de las tinieblas.”[1] Se trata, como dice Ricoeur, de una visión maniquea, que considera que fuera de su ámbito del Bien, impera el Mal que, en aquel tiempo era la URSS y ahora es “el mundo árabe.” El espíritu de cruzada norteamericano es fruto de la impronta que dejaron ideas tales como el Manifest Destiny que considera a los Estados Unidos como una especie de “Israel redivivo” o, directamente: The Kingdom of God in America.[2] En síntesis: no hay pedagogía de la paz si no existe, primero, un claro pronunciamiento y una toma de posición en contra de ideologías que legitiman la guerra en cualquiera de sus formas. En este sentido, es oportuno analizar críticamente propuestas como la de Samuel Huntington y El choque de civilización y la reconfiguración del orden mundial[3] Al analizar sus propuestas, Santiago Kovadloff dice, con respecto a la cuestión inmigratoria, (hoy, un tema candente en los Estados Unidos y los proyectos de ley en contra de los hispanos “ilegales”) señalando que, a pesar de que Hungtington no se expide al respecto: “poco cuesta inferir que, para él [Hungtington] los inmigrantes, con su babel de procedencias, hábitos y lenguas, integrarían la masa más nutridas de los exponentes de ese riesgo interno que a toda costa debiera ser neutralizado.”[4] Toda pedagogía y educación para la paz debe partir de una crítica severa a las tendencias armamentistas y promotoras de las guerras –hoy bautizadas con el extraño nombre de “preventivas”- que no hacen más que confirmar que, como toda guerra, se trata de la imposición de la supremacía no de las ideas sino de la fuerza aniquiladora de quienes piensan de modo diferente.

 

 Alberto F. Roldan
Sydney, 27 de julio de 2014
 
Extracto de mi tesis Ética en la praxis educativa desde la hermenéutica de Paul Ricoeur. Tesis de maestría en educación, Universidad del Salvador, Buenos Aires, 2013.



[1] Ricoeur, Ética y cultura, p. 91.
[2] Tomo esta expresión citando simplemente la obra del gran teólogo H. Richard Niebuhr, cuya obra, The Kingdom of God in America, Hamden, Conneticut, 1956, que plantea cómo las ideas teológicas moldearon el ethos norteamericano hasta concebir a los Estados Unidos de América en el Reino de Dios sobre la tierra. Recientemente se ha publicado en castellano la obra de Richard T. Hughes, Mitos de los Estados Unidos de América, Grand Rapids: Libros Desafío, 2005, donde el autor plantea cómo influyeron mitos tales como “nación escogida”, “nación cristiana”, “nación inocente” y “el destino manifiesto” en la conformación de los Estados Unidos para llegar a ser hoy, un imperio de alcances mundiales y expansión permanente.
[3] Samuel P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Buenos Aires: Piados, 1997.
[4] Santiago Kovadloff, Sentido y riesgo de la vida cotidiana, Buenos Aires: Emecé, 1998, pp. 58-59.

martes, 15 de julio de 2014

LA INCREDULIDAD ABSOLUTA SEGÚN JUAN CARLOS ONETTI




Juan Carlos Onetti, escritor uruguayo, nacido en Montevideo el 1 de julio de 1909 y fallecido en Madrid, el 30 de mayo de 1994. Gran narrador de historias breves en las que revela la inolcultable influencia de William Faulkner. Esta vez, sólo quiero transcribir lo que dice la voz narradora en su relato “El pozo” sobre la incredulidad.

“-Incrédulo- le hubiera dicho el enfermero si el enfermero fuera capaz de comprender-. Incrédulo –me estuve repitiendo aquella noche, a solas. Esto es; exactamente incrédulo, de una incredulidad que ha ido segregando él mismo, por la atroz resolución de no mentirse. Y dentro de la incredulidad, una desesperación contenida sin esfuerzo, limitada, espontáneamente, con pureza, a la causa que la hizo nacer y la alimenta, una desesperación a la que está ya acostumbrado, que conoce de memoria. No es que crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse.”  (Juan Carlos Onetti, “El pozo” en Novelas breves, Buenos Aires: Eterna Cadencia 2012, p. 51).

Difícil describir con tanta profundidad la incredulidad en la vida de una persona. Una incredulidad, pura, no mezclada, absoluta, que la persona va segregando diaria, pacientemente. Y que deriva en no querer siquiera ser curado. Como el personaje del evangelio de San Juan al que Jesús le pregunta: “¿Quieres ser sano?” (Jn. 5.6 ). Porque pareciera que el ser humano enfermo, se habitúa tanto a ese estado, que no quiera salir de él. Se acostumbra a la incredulidad y no quiere salir de ella.

 

Alberto F. Roldán

Sydney, 15 de julio de 2014

jueves, 1 de mayo de 2014

La palabra de Dios, Kafka y Orígenes




            La palabra de Dios tiene que ser infinita, o, en otros términos, la palabra absoluta carece aún de un significado en sí, pero está preñada de él. Se va desplegando en infinitos planos de sentido, en los cuales adopta, desde el punto de vista humano, el aspecto de figuras finitas y comprensibles. Con ello se expresa el esencial carácter de clave que corresponde a la exégesis mística. La nueva revelación que le ha sido otorgada al místico se presenta como clave de la revelación. Aún más: la clave puede perderse incluso, pero siempre queda el impulso infinito que acucia a buscarla. Esta no es sólo la situación en la cual los escritos de Franz Kafka nos presentan los impulsos místicos, por así decir, reducidos al grado cero, y aun en el grado cero mismo, en el que parecen desaparecer, conservan una infinita eficacia. Es ya la situación de los místicos talmúdicos del judaísmo, tal como uno de ellos la describió genialmente hace mil setecientos años en forma anónima y en un lugar desconocido. 




Orígenes nos dice en su comentario a los Salmos que un sabio “hebreo” –probablemente miembro de la academia rabínica de Cesarea- le explicó que las Sagradas Escrituras se asemejan a una gran casa con muchísimos aposentos, y que delante de cada aposento se encuentra una llave, pero no la que conviene. Las llaves de todos los aposentos están cambiadas, y la difícil y al mismo tiempo importante tarea consiste en encontrar la llave adecuada. 


Esta parábola, que en lace ya la situación kafkiana con una tradición talmúdica en pleno desarrollo, sin ser juzgada en absoluto de manera negativa, nos puede dar una idea en último término de los profundamente enraizado que está el mundo kafkiano en la genealogía de la mística judía. El rabí cuya parábola tanto impresionó en Orígenes está aún en posesión de la revelación, pero sabe que ya no cuenta con la clave adecuada, y está buscándola.
Gershom Scholem, La Cábala y su simbolismo, trad. José Antonio Pardo, Buenos Aires: Mila Editor, 1988, pp. 12-13
Hace tiempo que estoy pensando en que la lectura “occidental” de la Biblia, realizada tanto por católicos como por protestantes, en su intento por “encerrar” el texto bíblico en un dogma o doctrina, representan clausuras de sentido que deberíamos evitar. La palabra de Dios es infinitamente interpretable y nadie tiene la llave maestra para descifrar sus enigmas. En otras palabras: nadie tiene la revelación como posesión definitiva y única. La palabra de Dios siempre tiene un carácter infinito que se despliega ante las más diversas lecturas. Como dice el Tratado Sanedrin 34a: "De un mismo versículo surgen sentidos múltiples." 

Retrato: Franz Kafka, el gran escritor judío-checo, sobre cuya obra acaba de publicarse el siguiente libro: Walter Benjamin, Sobre Kafka. Textos, discusiones y apuntes, Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2014.

martes, 29 de abril de 2014

La teología de la prosperidad: un abordaje crítico desde la perspectiva bíblica






En las últimas décadas se instaló en el ámbito de muchas iglesias evangélicas, predominantemente pentecostales y neopentecostales, un discurso que se conoce como “evangelio de la prosperidad” y “teología de la prosperidad.” Títulos como Una vida recompensada por Dios, Haciendo negocios a la manera de Dios, Haz que tu dinero cuente y El camino de la prosperidad, son algunos de los ejemplos de ese tipo de evangelio o de teología. Es oportuno encarar una breve crítica desde la perspectiva bíblica. La pregunta clave con la que encaramos la misma es: ¿cuáles son los principales problemas que tal discurso encara a la luz del mensaje de la Biblia? Creemos que fundamentalmente ese discurso afecta seriamente lo que entendemos, desde la revelación, sobre Dios, Cristo y la Iglesia.  Por tal razón, no hemos de exponer lo que dice “el evangelio” o la “teología de la prosperidad” que el lector puede conocer mediante discursos impresos o en programas radiales o televisivos, sino que nuestra intención es contrastar tal discurso a la luz del testimonio bíblico sobre Dios, Cristo y la Iglesia.
¿Qué nos dice la Biblia sobre Dios? Se trata de una pregunta demasiado comprehensiva para responder en el espacio de que disponemos. Pero algunas afirmaciones bíblicas son claras respecto al carácter del Dios de Israel y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Recurrentemente Israel es enseñado de que “Dios grande, poderoso y temible, (que) no hace acepción de personas” (Dt. 19.17 RV 1999). En el libro de Job leemos que Dios “no hace diferencia entre príncipes ni respeto más al rico que al pobre” (Job 34.19). En el Nuevo Testamento se mantiene ese concepto. Por ejemplo, cuando Pedro llega a la casa del gentil Cornelio para darle el evangelio, dice: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que lo teme y hace justicia.” (Hch. 10.34). En la carta a los Romanos, Pablo afirma lo mismo al argumentar: “gloria, honra y paz a todo el que hace lo bueno: al judío en primer lugar y también al griego, porque para Dios no hay acepción de personas.” (Ro. 2.10, 11). Ese carácter de un Dios que no hace acepción de personas es el mismo que los cristianos deben tomar como modelo en la Iglesia y la sociedad. Santiago lo dice claramente cuando amonesta en contra de la parcialidad de quienes en las congregaciones dan prioridad al que es rico diciéndole: “’Siéntate tú aquí, en buen lugar’, y decís al pobre: ‘Quédate tú allí de pie’, o ‘Siéntate aquí en el suelo’, ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos?” (Stg. 2.3-4). Con mayor energía y, utilizando preguntas retóricas, continúa Santiago:
“Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que lo aman? Pero vosotros habéis enfrentado al pobre. ¿No os oprimen los ricos y no son ellos mismos los que os arrastran a los tribunales? ¿No blasfeman ellos el buen nombre que fue invocado sobre vosotros? (Stg. 2.5-7). La sentencia final es demoledora: “si hacéis acepción de personas, cometéis pecado y quedáis convictos por la ley como transgresores” (v. 9). La deducción es muy simple: si en las iglesias se privilegian a los ricos por encima de los pobres, si a los primeros se los pondera y ubica en los lugares más destacados mientras a los pobres se los relega, esas actitudes, lisa y llanamente, significan “pecado” y actuar en contra de la ley de Dios. De paso, notemos que Santiago afirma sin ambages que los ricos “oprimen a los pobres”. No se necesita recurrir a ideologías modernas como el socialismo –en cualquiera de sus variantes- para saber que los ricos oprimen a los pobres. Esa realidad ya está patentizada en profetas como Amós, Miqueas y, como hemos visto, también en Santiago. Se trata de una constante en la historia de la humanidad.
Pero hay otro concepto sobre Dios que también es digno de notarse: Aunque Dios no hace acepción de personas, siempre de alguna manera opta por los más débiles. La vida nos pone frente a opciones. La historia no es algo lineal sino más bien dialéctica. Y hay momentos en los que hay que optar. A Dios, de alguna manera le pasa lo mismo. Por eso es que, si bien ama a todos, a la hora de hacer opciones frente a alternativas, hay grupos humanos a los cuales privilegia para que reciban atención esmerada. Podríamos decir que si bien Dios no hace acepción de personas, los seres humanos sí lo hacen y esto obliga a la intervención divina para “nivelar” situaciones. Por eso, Dios enseña a su pueblo que debe privilegiar a cuatro grupos: pobres, viudas, huérfanos y extranjeros (Dt. 10.18; 24.17; Sal. 68.5; Is. 1.17; Stg. 1.27). Todos ellos, de alguna manera, son víctimas de discriminación y desprecio y por eso el pueblo, siguiendo el modelo de Dios debe asistirlos, cuidarlos y ayudarlos. Como expresa el filósofo judío Emmanuel Levinas: “La justicia tributada al otro, a mi prójimo, me brinda una insuperable cercanía a Dios. Cercanía tan íntima como la plegaria y la liturgia, las cuales nada son sin la justicia.”[1]
¿Qué nos dice el Nuevo Testamento sobre Jesús, su mensaje y su praxis respecto a los pobres? Una lectura honesta de los evangelios muestra a Jesús de Nazaret en clara oposición a los ricos y las riquezas mientras se pronuncia a favor de los pobres. Afirma: “difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos” (Mt. 19.23). Pronuncia una lamentación al decir: “¡Hay de vosotros, ricos, porque ya tenéis vuestra recompensa!” (Lc. 6.24). Desafía al joven rico a dejar sus riquezas, vender todo lo que tiene y darlo a los pobres (Lc. 18.23). Declara: “Bienaventurados vosotros los pobres porque vuestro es el reino de Dios” (Lc. 6.20). Por alguna razón que habría que analizar, los evangélicos han privilegiado la versión de Mateo que dice “pobres en espíritu” (Mt. 5.3) en lugar de la versión de Lucas que habla de “pobres” a secas. En todo caso y más allá de los intentos por armonizar ambos testimonios, tendríamos que decir que se trata de pobres económicos y sociales que, además, son pobres en espíritu.  Como hemos señalado en otro lugar, comentando la cristología del teólogo vasco radicado en San Salvador, Jon Sobrino:
Sobrino dice que se trata de grupos o colectividad de pobres en dos sentidos: el primero, pobres económicos y sociales, del griego ptojos (del verbo ptosso = agacharse, encogerse). Señala que de las veinticinco veces que aparece el término, veintidós de ellas se refiere a los afligidos y económicamente desposeídos. El segundo sentido de “pobres” es el aspecto dialéctico. Se trata de los que son “dialécticamente pobres”, es decir, aparecen en oposición a los ricos y opresores.[2]
O, como lo expresó todavía más rotundamente el teólogo Segundo Galilea: “La teología de la liberación pone en evidencia que no hay ricos aunque haya pobres, sino porque.” ¿Qué diremos de la praxis de Jesús hacia los marginados? Los evangelios están llenos de acciones redentoras de Jesús cuyos destinatarios son pobres, viudas, extranjeros y marginados. Reivindica a quienes la sociedad y los poderosos han marginado y declara que ellos van adelante en el Reino de Dios. Esto le causó muchos problemas por parte del establishment religioso y político, lo cual derivó en su muerte.
            Como dice el autor de Hebreos: “el tiempo me faltaría para hablar” (He. 11.32) de Jesús sanando a la mujer cananea, de su diálogo con la mujer de Samaria (la que ya había tenido cinco maridos) y muchos casos más. Y, por supuesto, me falta tiempo para hablar de la Iglesia. Pero básicamente sería suficiente con decir que si la Iglesia es comunidad su vida interna debe ser comunitaria. No se trata de vivir la vida cristiana en aislamiento y en un enfermizo individualismo donde lo único que interesa es que cada uno prospere sin importarle los demás. El Nuevo Testamento abunda en ejemplos y exhortaciones a la vida comunitaria (Hechos 2.43-47; 4.32-53) y Pablo dice a los efesios: “El que robaba, no robe más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad” (Ef. 4.28). Por supuesto que el mandato de no robar vale para gobernantes y gobernados, en la Argentina,  en la China y en Japón. Implica reemplazar el robo por el trabajo honesto y no para acumular riquezas sino para compartir con quienes tienen verdadera necesidad de ser ayudados. La Iglesia debe ser una comunidad solidaria y no una mera suma de átomos dispersos que “hacen la suya” sin importarles los demás.  
            En suma: ninguna teología se convalida como verdadera desde su popularidad y amplia difusión. La verdad no es una cuestión de mayorías sino de lo que el testimonio bíblico nos dice sobre un tema en particular. En lo que se refiere al discurso de la teología o evangelio de la prosperidad, hemos constatado que el testimonio bíblico sobre Dios, Cristo y la Iglesia están en las antípodas del mismo. El Dios de Israel, que no es otro que el Padre de nuestro Señor Jesucristo, es un Dios que no hace acepción de personas pero que manifiesta cierta “parcialidad” a la hora de actuar para favorecer a pobres, viudas, huérfanos y extranjeros, o sea, a quienes están fuera del acceso a las necesidades básicas. Jesús descartó la posibilidad de servir a Dios y a las riquezas (lit. Mamón, Mt. 5.24)  y se pronunció en contra de los ricos opresores y a favor de los pobres, de quienes –afirmó- es el Reino de Dios. La Iglesia, cuerpo de Cristo, debe seguir las mismas pisadas del Maestro que vivió “haciendo bienes” (Hch. 10.38), ayudando a los pobres y reivindicando a los marginados. Ninguna teología que privilegie el individualismo a ultranza y sea heredera de un neoliberalismo que exalta el bienestar económico particular en detrimento del bienestar de la sociedad como un todo, puede ser legitimada a la luz de los conceptos bíblicos sobre Dios, Cristo y la Iglesia. El ya citado Levinas dice: “Moisés y los profetas no se preocupan por la inmortalidad del alma, sino por el pobre, por la viuda, por el huérfano y por el extranjero.”[3] El Dios de Israel contrasta la acumulación de bienes materiales con el conocimiento de Dios: “¿Acaso eres rey sólo para acaparar mucho cedro? Tu padre no sólo comía y bebía, sino que practicaba el derecho y la justicia, y por eso le fue bien. Defendía la causa del pobre y del necesitado, y por eso le fue bien. ¿Acaso no es esto conocerme? –afirma el SEÑOR.” (Jer. 22.15-16 NVI). No es la acumulación de riquezas materiales lo que certifica nuestro conocimiento de Dios sino la práctica de la justicia en un mundo cada vez más individualista e insolidario.
Alberto F. Roldán 



[1] Emmanuel Levinas, Difícil libertad y otros ensayos sobre judaísmo, Buenos Aires: Lilmod, 2008, p. 63
[2] Alberto F. Roldán, Reino, política y misión, Lima: Puma, 2011, p. 52
[3] Op. Cit., p. 65

sábado, 19 de abril de 2014

EL TERCER DÍA





Aquella pesada losa aorillada,
los lienzos caídos,
el ángel cegador y los pálidos guardias,
que son hoy como una vieja estampa.
El temblor de tierra al tercer día,
los dormidos que despiertan,
el extraño, hortelano o pescador, en todas partes:
pinturas desvaídas de un mundo sepultado.
Contad, contad de nuevo el suceso
en estos años planetarios,
pues allí estábamos y él está aquí,
porque siempre es el tercer día.
Rota está la prisión de nuestro mudo,
y una caridad antigua irrumpe en el destino de hoy.
Proclamadlo por el Telestar,
difundidlo por Mundovisión.
El atraviesa los bloques de cemento,
las bóvedas cubiertas de vanadio,
las cercas de alambre espinoso.
Una caridad coetánea de los astros
dispersa la obsesión profunda del tiempo
y hace un hueco el corazón en nuestro sueño estéril,
un nuevo espacio en el espacio para celebrar
con movidas y nuevas coreografías,
un tiempo nuevo en el tiempo para la música.



Amos E. Wilder, The Christian Century, 82, 1965, p. 458. Tomado de W. D. Davies, Aproximación al Nuevo Testamento, trad. J. Valiente Malla, Madrid: Cristiandad, 1979, p. 439.